Los matacabros

Japanese Hitler

Miembro Maestro
Matacabros»
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No importaba el día que fuera, pero mejor si era viernes o sábado. El grupo se reunía en la misma esquina de siempre, a esperar a que Polo, el único con carro, pasara a recogerlos. ¿Para qué? ¿Para ir a huevear a Barranco o a Miraflores, dando vueltas como unos fracasados? ¿Para ruquear? No, muy pasado de moda. ¿Para hacer alarde de que ellos ya andaban sobre cuatro ruedas, mientras que los demás seguían a pie? Menos. ¿Entonces? Pues para levantar cabros, ¿y culeárselos?, nada que ver, ni que fueran unos degenerados. Ellos se los levantaban para darles un escarmiento.

Eran como la Hermandad de la Justicia. Polo se parecía bastante a Keanu Reeves, con esa cara de chico bueno e inocentón que les fascinaba a las hembras de quince para abajo, aunque él no era el jefe. El jefe era Kurt, el enigmático del grupo, siempre vestido de negro y con la cabeza rapada en forma de una esvástica, al estilo skinhead. Su rostro denotaba dureza y cuando decía algo, jamás lo repetía dos veces. Lagarto y Apache completaban el cuarteto. De éstos no había mucho que decir, salvo que eran fumones, les jodía el estudio y el riesgo los atraía, sólo con la fuerza que puede ejercer el vacío sobre un suicida.


—¿Y? ¿Adónde vamos? —pregunta Lagarto.

Es viernes. La noche está agradable, como que es verano. Polo al volante, tranquilo pero ansioso de que la acción comience ya. Van por la Benavides.

—¿Qué tal el Spa? —propone Apache, arreglándose las solapas de su casaca a lo James Dean.

—No, mejor vamos al Vogue-Vogue —vuelve a intervenir Lagarto.

—¡No seas huevón! —voltea Kurt, que va de copiloto.

Tiene razón, ya los conocen ahí. Hace dos semanas que fueron por última vez.

Estaban sentados en una mesa. Un grupo de cabros, altos, morochos, con sus minifaldas al tope y blue jeans al cuete, escandalosos como ellos solos, no dejaban de mirarlos. El plan era el que todos conocían. Sacaron a bailar a los cabros, confundiéndose entre la muchedumbre, tratando de separarse lo más posible pero sin perderse de vista. Las paredes estaban decoradas con luces de neón, que formaban figuras de hombres desnudos acariciándose unos a otros. En la pista de baile, los cabros ensayaban sus mejores pasos, disforzándose a más no poder. Un par de lesbianas agarraban escondidas en un rincón. La discoteca no era exclusivamente de cabros, como estaba escrito en el cartel de la entrada: Sólo para hombres sin prejuicios. A Polo le daba risa cada vez que lo leía, al igual que el resto, menos a Kurt, que nunca se inmutaba con nada. Las parejas continuaban bailando. De pronto, el sonido de una sirena, proveniente de un faro rojo instalado en el techo y que daba vueltas sin parar, interrumpía la canción que estaban tocando (mayormente baladas en ritmo techno) y los cabros se alborotaban como mariposas. Cierto, eran como mariposas en un día de primavera, llenos de color y de vida, oliendo a perfume de mujer, dulce, a sudor, a alcohol, a lápiz labial de fresa, de ciruela, de uva, revoloteando con los brazos en alto en señal de libertad.

Siguiendo el plan, Kurt salió con su cabro de la discoteca y lo llevó al estacionamiento, a la parte más oscura, donde Polo se había cuadrado. No había nadie. ¿Dónde estaban? Se suponía que el resto estaría esperándolo, para reducir a la víctima y llevársela donde no pudieran ser vistos. Para cuando aparecieron los tres, el cabro estaba inquieto, sospechaba que algo andaba mal y le pedía a Kurt que se fueran a otro lado. Nada pudo hacer éste. El cabro echó a correr al ver que Lagarto y Apache iban hacia él, no con buenas intenciones. Lograron atraparlo pero los gritos desesperados que daba éste, alertaron a una mancha que salía de la discoteca. Polo y Kurt arrancaron en el carro, Apache se subió a la volada, Lagarto, que no se había percatado de la situación porque se hallaba ocupado en patear al cabro, los alcanzó a las justas y se colgó de una puerta. Polo miró por el espejo retrovisor.

—¡Acelera, carajo! —gritó Apache.

Una turba enardecida corría tras ellos, agarrándose los senos para que no se les cayeran, quitándose los zapatos, sujetándose las pelucas y tirándoles lo que tuvieran al alcance: carteras, peines, espejos. Polo aceleró hasta que la imagen en el retrovisor se volvió tan pequeña, que ya no pudo verla.

Desde ese día, el grupo andaba peleado, Polo y Kurt más que todo. No se hablaban. Kurt le echaba la culpa a él solo, de que el plan se malograra. Polo, a su vez, buscaba lavarse las manos culpando a Lagarto y Apache. Pero en realidad, ninguno se salvaba. Habían actuado demasiado lento, desincronizados.

El hecho de que estuvieran peleados, no impedía que salieran de noche a limpiar las calles, como ellos llamaban a sus excursiones nocturnas.

Por el momento las discotecas quedaban descartadas. Con lo que les gustaban. Los cabros eran coquetos, divertidos, buena gente quizás, pero cabros. Les invitaban trago y hasta coca, pero ahí sí que no atracaban. El trabajo no se podía mezclar con el placer. Porque, eso sí, lo suyo lo consideraban un trabajo ante todo. Y si no les ligaba con un cabro, se desquitaban con los fletes, esos mariconcitos que se levantaban las viejas o los viejos. Por lo general, las viejas. Pitucas, por supuesto. Alguna vez se sintieron tentados de hacerlo ellos también. Se pagaba bien, algunos fletes llegaban a sacar hasta quinientos verdes en una sola noche. Eso, sin contar que se ganaban con las tías. ¿Y las putas? No, con ellas no se metían, les daban pena, ya tenían suficiente con que los tombos se las cargasen a la comisaría para tirárselas, y quitarles su dinero.
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Después de discutir sobre adónde ir, compran unas cervezas y listo. En la radio, Queen toca I want to break free.

—Cambien a esos maricones —pide Lagarto.

Kurt mueve el dial. Esa otra canción se le hace conocida. Es David Bowie quien canta. Busca otra emisora, nada bueno, pura salsa y pacharacadas. Por último, coge al azar un cassette de la guantera.

—Qué buena canción —dice Polo.

—¿Y no? —apenas mueve los labios Kurt.

Se refieren a Foxey lady, el himno de batalla que usaban cuando eran chiquillos y ruqueaban juntos. Nunca les fallaba una.

Cruzan la Angamos.

Apache no participa de la conversación que ahora se genera sobre los viejos tiempos. Permanece absorto, tratando de contar los carros que van en dirección contraria. Él no se acuerda de los viejos tiempos, porque todavía no paraba con ellos. Lo suyo era el fútbol y las películas de vaqueros, en las que siempre estaba de parte de los indios. Hasta que se aburrió de todo eso y el día que Polo le pasó la voz para salir a limpiar las calles, no dudó en acompañarlo. Pero ahora, ya no era lo mismo, como que el asunto iba perdiendo la gracia y se volvía monótono.

Cruzan la Javier Prado.

Apenas cruzan, Polo se sale de la Arequipa, directo al Touring. Se estacionan en una esquina. Puras putas viejas y tristes, n siquiera para tirarse un buen polvo. Nada de cabros, Suben al cine, quizás estén por allí. Muy tarde para cuando llegan, un viejo calvo se está levantando al último en un Mustang. Piensan qué hacer durante un buen rato, al final, optan por ir a la Canadá.

Están subiendo por la rampa de acceso de la Vía Expresa. Polo y Kurt ya se hablan. Bien. Kurt cambia de cassette. Pone el volumen al máximo. Los parlantes retumban en sus oídos. Looking for adventure, in whatever comes our way. Polo pisa el acelerador, a fondo, luego aminora la marcha. Han llegado.
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Van despacio. Los cabros comienzan a asomar sus rostros pintarrajeados, con el cabello teñido, lo que en vez de disfrazarlos, acentúa aún más sus rasgos masculinos. Los que están desprotegidos lo hacen tímidamente, y los que están acompañados no tienen reparo en mostrar sus atributos. “Rosquetes de mierda”, masculla Lagarto. A Apache le desagrada ver ese espectáculo. Les lanzan besos, se quitan la ropa, agitan sus sostenes, están hechos unas locas, adoptan poses de mujer fatal. No cabe duda, no nacieron para ser hombres.

Hecho el reconocimiento, los cuatro se ponen de acuerdo, es más seguro atacar al que han visto oculto entre unos arbustos. Está completamente solo.

Cuadran en una bocacalle y se bajan. Polo abre la maletera, sacan los bates de béisbol, están algo abollados, uno está roto. Lagarto y Apache cogen los suyos, ellos van a esperar en la esquina a que Kurt traiga al cabro. Polo se queda en el carro. Observa el cielo oscuro, sin una estrella que ilumine las calles, ni lluvia que moje las veredas. La luna tampoco ha salido, ¿o es que está tan lejos que no puede verla? Lagarto le hace señas con la mano, Kurt ya viene, no ha tardado mucho. Él es bueno para eso, engaña a los cabros con facilidad, les habla bonito y arreglan al toque. Apenas aparecen sus siluetas, Polo enciende el motor. Kurt sujeta al cabro del cuello, Lagarto le mete un batazo en el abdomen, Apache vigila. Bastan unos cuantos golpes más para poner fuera de combate al cabro. Lo suben al carro, Apache le tapa la boca con ambas manos, se fija en que su prisionero lleva puesto tan sólo una mini rosada, un sostén negro y zapatos de tacón. Está vestido como casi todos los cabros. También tiene aretes, pulseras y un medallón de fantasía en el pecho. ¿Su cartera? Debe de habérsele caído. El grupo discute sobre a qué lugar llevarlo. ¿A la playa? Muy lejos. Y por ahí cerca es peligroso. Polo maneja hasta que encuentran un callejón.

Declaraciones de amor, nombres de grupos de música desconocidos y de barras de fútbol pintan las paredes del callejón. Hay basura por montones y huele a orín. Lucy (el cabro) está en el centro del círculo que han formado sus secuestradores. Tiene la nariz rota, producto del puñete que le metió Kurt cuando se quiso escapar al llegar. Apache y Lagarto esperan impacientes que Kurt dé el primer golpe. Se la tienen jurada a Lucy. El primero, porque durante el camino, Lucy le mordió la mano hasta hacérsela sangrar, y el otro, porque le escupió en la cara cuando le preguntó cómo se llamaba.

Kurt se acerca a Lucy, inclina los labios hacia un costado como examinándolo, achina la mirada. Le mete la mano debajo de la mini.

—Esto es lo que te gusta, ¿no? —le pregunta, acariciándole los testículos. Sonríe y se los patea—. ¡Vas a volver a hacerlo! —le grita.

Lucy está en el suelo. El resto se le tira encima y comienzan a golpearlo.

—¡Toma, cabro de mierda!

—¡Muere por maricón!

—¡No queremos volver a verte!

Están eufóricos. Todos por igual. Lagarto le arranca el sostén y se lo pasa por el cuello para ahorcarlo. Polo le revienta una ceja. Apache le muerde una oreja. Lucy trata de defenderse como sea, pero no puede, son como perros en celo. Se levantan y lo patean. Pueden sentir cómo el cuerpo de Lucy ya no opone resistencia, se va ablandando poco a poco, no debe de quedarle ni un hueso sano. Kurt se limita a observar. Apache parece un verdadero indio guerrero, con esa franja de pelos parados en la mitad de la cabeza y pelado a los costados. A Polo le arde la mejilla, Lucy ha alcanzado a arañarlo cuando estaba en el suelo, se seca la sangre con su vividí de los Megadeth, y lo patea con más furia de la que puede sentir. Lagarto se baja la bragueta y orina apuntando a la cabeza de Lucy. Polo y Apache lo imitan. Ríen como enajenados, como huevones que no entienden qué les pasa, fuera de sí. Hasta que sus miembros erectos dejan de chorrear y se suben las braguetas. Lucy está irreconocible, tiene el rostro hinchado y la carne morada, celeste, verde. Ni siquiera ha gritado, no ha tenido tiempo para hacerlo, los golpes le han caído uno tras otro. Casi no respira. ¿Estará muerto ya?, se preguntan. Seguramente.

—¿Qué hacemos? —exclama Polo.

Kurt lo mira, le quita un zapato a Lucy, se arrodilla sobre éste y comienza a golpearlo en la frente con el tacón del zapato, una y otra vez. Un poco de sangre salpica la cara de Apache, esto le recuerda a los Buenos Muchachos, sólo que ellos no pegan mafiosos sino cabros. Lagarto y Polo cierran los ojos. Para cuando los abren, Kurt le ha clavado el tacón en el cráneo a Lucy, y le ha arrancado una tetilla con las uñas. Kurt está de pie. Lucy aún lleva en el pecho el medallón de fantasía, es uno de esos que se abren y tienen una foto adentro. Apache se lo saca. No hay ninguna foto.

—Vámonos —dice Polo.

Suben al carro. Desde allí observan el cuerpo inerte de Lucy, su cabellera negra con rayitos de sol, su rostro, o lo que queda de él. Lucy, Lucy, muerta como un gato arrollado.

—Lástima que todos los cabros tengan que pagar por el que te cagó —le dice Lagarto a Kurt.

Miran el cuerpo una vez más, y luego se van.

Sergio Galarza

(Perú, 1976)
 
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